EN MI CASA NO HAY PERSIANAS

Virginia, la nieta del Luthier

Los recuerdos de mi infancia están marcados por un amargo vacío.
En una caja de hojalata mi madre guardaba tesoros. Cuando ella marchaba al trabajo yo aprovechaba para abrir esa caja e investigar. Descubría una pipa de fumar sencilla y bonita, un sello con mi inicial, agujas y dedales, unas humildes gafas de mujer y un puñado de papeles amarillos con fotos y nombres. Cogía con cuidado las gafas e imaginaba que, si me las ponía, quizá podría ver lo mismo que vio su dueña en el pasado.
Tiempo después fui consciente de que esos objetos y papeles pertenecían a mis abuelos, era el
secreto de mi madre, que a veces, se escondía para llorar a unos padres que murieron demasiado pronto. No me atreví a preguntar ni sus nombres y crecí adorando a unos fantasmas anónimos.
Cuando cumplí 15 años, mi madre rompió su silencio y me habló de nuestra herencia.
Se llamaban Virginia y Luis.
De mi abuelo no heredamos tierras. Ese hombre de ojos verdes nos dejó un expediente del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, años de clandestinidad y muchas fotos escritas por el dorso donde cambiaba de firma más que de aspecto. De su breve paso por la vida conservamos la última guitarra que crearon sus talentosas manos, con las que aparte de hacer instrumentos musicales, también le servían para mecanografiar mensajes extraños. No dejó acta de nacimiento, cartilla de fumador o día de cumpleaños. Optó por dejar de ser un teniente de “La Heroica” para convertirse en un fantasma que se alimentaba de ratones y se ocultaba tras las paredes.
De mi abuela no heredamos dinero ni alhajas. Esa mujer de luto permanente nos dejó la tristeza de una estudiante de canto y violín que pasó de vivir entre partituras a mendigar por las calles de una ciudad bombardeada. Sin pretenderlo, nos otorgó el poder sentir en nuestras carnes esa angustia vivida en el calabozo esperando su ejecución, la vergüenza de llevar la cabeza rapada y el escarnio tatuado en el alma ante el último paseíllo por las calles de su pueblo con un cartel que decía “Por roja me veo así”. El legado más doloroso que nos quedó de su fugaz vida no vivida es el sentimiento de culpa que sufrió por salvarse sin poder hacer nada por su familia, esos músicos y sastres cultos y trabajadores que partían a la eternidad tras el macabro tiro de gracia.
Dicen que cuando llevas el nombre de un familiar muerto, heredas inevitablemente los quehaceres inacabados del difunto.
Yo me llamo como mi abuela, así que a nadie le extrañe encontrarme entre archivos militares y
penitenciarios, ayuntamientos, visitando cementerios para leer libros de enterramientos o
esparciendo flores por el suelo el 1 de noviembre. Porque si Virginia murió con el sueño de arañar la tierra para reencontrarse con los suyos, no seré yo quien eche otra palada de indiferencia sobre las fosas de esos muertos que están muy vivos.
Que a los difuntos hay que dejarlos descansar en paz, ladran los señoritos cada vez que ven
amenazado su poder con cada calavera agujereada que vuelve a tener nombre, apellidos y dignidad.
Que se reabren heridas y se busca venganza, escupen a carcajadas por sus bocas los bandidos con la prepotencia y soberbia que otorga la impunidad…  Y que yo sepa, una herida no puede reabrirse si no ha sido cerrada previamente.
Juzgan, humillan e insultan de una forma perversa a miles de represaliados y desaparecidos negando su existencia en los libros de historia. Y con el mismo dedo que señalaron y denunciaron hace 84 años, amenazan a los descendientes que se niegan a olvidar y deciden remover las tierras de España para desenterrar a la otra España olvidada, masacrada y pisoteada.
Mis abuelos criaron a sus hijas sin agujeros en las orejas ni rezos, en una casa en la que se lloraba a los difuntos diariamente con las ventanas cerradas y persianas bajadas, porque ni derecho a lamentarse tenían. El dinero escaseaba, pero la cultura, la educación y los valores, no. Y mientras otros seguían acosando y aterrorizando, las descendientes de Luis y Virginia habían sido educadas de una forma tan limpia y libre que pudieron convivir con los descendientes de los verdugos sin rencor, miedo u odio.
La madrugada del 27 de septiembre de 1936 la tierra se abrió y ocultó para siempre la alegría, el futuro exitoso fruto del trabajo y la valentía de esa familia de músicos y sastres. Esa maldita noche dejaron de sonar clarinetes, pianos y violines en casa de los Lozano Sesma y comenzaron a oírse los gritos de terror de unos niños huérfanos que actualmente, a sus 90 años, siguen sin poder enterrar a sus padres con humanidad y dignidad.
Si nadie les pidió perdón yo no pienso pedir permiso para abrir las ventanas de par en par mientras suena poderosamente la Marcha Radetzky y gritar junto a mis fantasmas ¡Música, maestro!
Por los ojos tristes de mi madre, por mis abuelos, por mis tíos y bisabuelos, en mi casa no hay
persianas.

Dibujo realizado por la propia autora del texto, Virginia, la nieta del Luthier