Miguel de Unamuno dijo que cuando se muere alguien que nos suena, se muere parte de nosotros.
Al asesinar a aquellos hombres, entre los cuales se encontraba mi abuelo, seres que soñaron con un mundo mejor e ideales humanistas, que soñaron con transformar la sociedad y con una revolución de las conciencias que haga posible el cambio; mataron a lo mejor de España.
Ahora que tengo la oportunidad de evocar a mi abuelo podría hacer un retrato heroico de él y tallar en la desgracia su estatua.
Pero aquello no está a mi alcance.
También quisiera recordar las circunstancias de su vida, que su cuerpo de hombre se levantara y relatar el entorno familiar donde vivió con los suyos, y que por última vez anduviera vivo entre los vivos.
Pero aquello tampoco es posible.
Porque de aquel abuelo, que tan sólo vivió 38 años, toda una vida, muy poco sé, por no decir nada.
Nunca podré sentirme más unido a aquel joven centenario -que tan sólo pude conocer y frecuentar a través de una fotografía en la que iba vestido de oficial del Ejército Republicano- como en este momento preciso en el que me toca recuperar sus huesos.
Ni la mirada enternecida de mi abuelo, ni su voz tranquilizadora, ni siquiera el calor de un recuerdo, nada en absoluto podría disputárselo a la intransigencia helada del osario.
Por cierto si que hay una cosa que fehacientemente sé de él: mi abuelo murió defendiendo la vida y no como sus viles asesinos que la marchitaban allí donde se abría; su lucha jamás tuvo otra meta que hacer posible la vida.
Aquella lección y aquel saber son inestimables y como suele pasar con los bienes más escasos nos corresponden más deberes que derechos.
Hoy es preciso agradecer a todos aquellos actores que obraron y lucharon para que aconteciera este acto; aunque el empeño y las tribulaciones que han permitido que estemos aquí reunidos en definitiva sólo confirman nuestro derecho a sepultar a nuestros muertos. Sin duda es un deber pero de menor importancia que las súplicas de nuestros muertos cuando nos piden que resistamos a aquellas fuerzas que cada día actúan contra la justicia y la verdad.
Es un deber resistir y no ceder terreno a las mentiras que pretenden que esta guerra fue fratricida y que los unos valen los otros. Fue una guerra de ideología que opusieron valores humanistas a la voluntad de imponer un imperio del miedo y de la violencia.
Más que deber de Memoria, se trata de un Deber de Justicia que nos prohíbe vivir como cobardes e indiferentes.
Deber que nos manda ser solidarios los unos con los otros, y todos juntos con el más desafortunado, y el más fuerte con el más débil, siempre, sin descanso.
También es el deber para cada uno de fundar un destino individual sobre el valor de la Comunidad y no lo contrario para que aquellas palabras por las que lucharon nuestros abuelos se conviertan en algo más que un sueño vacío.
Bien podemos medir la distancia que tenemos que recorrer aún para alcanzar este propósito y los esfuerzos que nos quedan por gastar para rendir culto a nuestros abuelos de la forma que se merecen.
En cuanto a mi abuelo, sé que ninguna tumba, ninguna urna, jamás harán justicia a su combate por las ideas.
Ya poca importancia tiene donde descansará de ahora en adelante, a no ser que fuera en un corazón dispuesto a sangrar por cada herida hecha a la fraternidad, a la igualdad y a la libertad.
Ahora regreso para Francia, que mal que le pese, se ha convertido en mi otro país, con los restos de mi abuelo.
Tan sólo tengo un deseo antes de despedirme: que estos restos sean porvenir y no promesa de un pasado.

Eric Fernández Quintanilla, en el momento de recoger los restos de su abuelo, el 6 de marzo de 2010, en Madrid
¡Viva la República!
¡NO PASARÁN!
Eric Fernández Quintanilla, ciudadano francés y reconocido desde el 15 de septiembre del 2009 por el Estado Español como ciudadano español legítimo por ser hijo y nieto de republicanos exiliados.
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